El Derecho de Familia tiene por cometido regular las cuestiones relacionadas con sentimientos humanos, ni más ni menos. De ahí su gran desafío, y oportunidad.
Esta característica se hace más notable en el tratamiento de la institución fundada, propiamente, en el sentimiento que lleva a dos personas a decidir recorrer el camino de la vida juntos: el matrimonio.
Así, se establecen normas respecto a los impedimentos para su válida celebración, formalidades, régimen de bienes, obligaciones y derechos de los cónyuges, entre sí y para con quienes deberían ser depositarios de la más pura manifestación de aquel sentimiento, los hijos del matrimonio, y de éstos hacia sus padres, quienes están llamados a ser el soporte del pilar más importante de la sociedad, que es la familia.
Durante la vigencia del matrimonio, el cumplimiento o no de dichas normas se transforma, en la práctica, en una decisión personal, librada a las normas que la propia familia se autoimpone, y sin mayor repercusión social (salvo en casos excepcionales o patológicos como los sucesos de violencia familiar), y, por tanto, sin que el Derecho de Familia muestre su aplicación y necesidad. Los padres cumplen naturalmente la obligación de alimentar a sus hijos, los hijos obedecen o no a sus padres, en mayor o menor medida, los esposos cumplen o no el mandato de fidelidad, todo ocurre de manera más o menos pacífica dentro de las puertas de su casa.
Pero cuando el matrimonio se disuelve, cuando aquéllos que decidieron recorrer el camino de la vida "hasta que la muerte los separe" deciden romper ese compromiso, es ahí donde el Derecho de Familia adquiere todo su valor social, con la misión de procurar que esa separación sea lo más justa y menos dañina para todos y cada uno de los miembros de la familia.
Así, los esposos hacen el reparto de los bienes adquiridos durante la vigencia del matrimonio, en la forma acordada antes del mismo, en el caso de que hayan pactado un régimen específico, o por mitades, en el caso de que no lo hayan hecho, otorgándose las recompensas que fueran necesarias en el caso de que se hayan hecho mejoras durante el matrimonio en un bien que, por pertenecer al otro cónyuge con anterioridad al mismo, quedará en poder de ese cónyuge, evitándose así la posibilidad de un enriquecimiento-empobrecimiento injusto para alguno de ellos por causa del matrimonio y de su disolución.
Pero qué sucede con quienes deberían ser destinatarios del amor más grande, y seres a cuyo respecto se tomasen las decisiones más sabias, en demostración de ese amor, es decir, los hijos de ese matrimonio, se consigue para ellos esa justicia y esa armonía?
En un porcentaje tristemente alto de casos, la respuesta es no.
Los hijos del matrimonio se transforman en objetos recipientes de los conflictos no resueltos entre los cónyuges, siendo utilizados por éstos para presionar y obtener sus respectivas demandas.
Así, la madre solicita al padre una pensión alimenticia exorbitante para los ingresos del padre, a cambio de las visitas que, por tener al niño, tiene la posibilidad de limitar o, incluso, prohibir. El padre también utiliza el poder que le da el ser dador de alimentos, para lograr el logro de sus pretensiones, sin importarle, muchas veces, dejar al niño sin el contacto que necesita, y sólo necesita, sea el suyo, o el de su madre (en el caso de que, por alguna circunstancia, detente él la tenencia).
Surgen falsas denuncias de agresión, generalmente de la mujer, con el fin de conseguir el alejamiento del padre, asegurándose la pensión, y tantas otras situaciones que no hacen más que sacrificar al niño, añadiéndole tensión a la ya traumática destrucción de su familia.
Ante estos hechos, las modernas legislaciones han previsto institutos que acuden al llamado de proteger al niño (o adolescente, en su caso) de ser el rehén de situaciones que son producto de decisiones que, en absoluto, le son imputables. Ellos no pidieron que sus padres se casaran, no pidieron venir al mundo, y ahora, tampoco tienen nada que ver con su decisión de separarse, como tampoco son los culpables de las deudas pendientes, patrimoniales y no patrimoniales, que ambos puedan reclamarse.
En esta dirección, se ha elaborado el concepto de "el interés superior del niño", refiriéndose al principio rector de las decisiones que los diferentes operadores de la Justicia deben tomar, sean Jueces, Fiscales, técnicos (sicólogos, asistentes sociales, etc.) e, inclusive, Abogados, aunque sean defensores de los respectivos padres.
En este punto, el papel del Abogado del padre o madre estaría reñida, conceptualmente, con lo que significa, ontológicamente, su misión, que es la de defender a su cliente, con un criterio parcial, ya que, en este caso, se entiende que, aunque su cliente, esto es, quien paga sus honorarios, sea alguno de los padres, su cliente verdadero es el niño (o adolescente).
Previendo la dificultad que, para el Abogado, tiene este último aspecto, ya que es muy fácil involucrarse para el profesional de manera muy personal en este tipo de asuntos, por la naturaleza de su profesión y por la manera como son expuestos los casos por el padre que recurre a sus servicios, las legislaciones prevén la posibilidad de que el propio niño (o adolescente) tenga un Defensor propio, que vele por sus intereses, complementando la acción del Fiscal, que, en representación de la sociedad, también cumplirá el cometido de vigilar por su bien.
Y es que, detrás de estos conceptos, se encuentra la idea de que el niño (o adolescente) no es un objeto de derechos, sino un SUJETO con derechos, inclusive, a comparecer en el proceso y tener su propio Defensor.
Sin embargo, por perfectos que sean los institutos consagrados en las modernas legislaciones, si no se cuenta con la madurez y sensibilidad de las partes en el proceso, en este caso, los padres, todo lo que pueda escribirse se quedará en el papel.