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jueves, 19 de febrero de 2009

HIJOS DE SEGUNDA CLASE

En nuestro artículo pasado nos referimos al tratamiento de los hijos en los procesos de divorcio, que resultan rehenes de los conflictos no resueltos o mal resueltos por sus padres. 
Hoy nos vamos a referir a una situación que es mucho más dolorosa aún, y es la de los hijos que resultan ser producto de una infidelidad matrimonial. 
Imagino en mis lectores un silencio por demás expresivo, rostros sorprendidos por tocar un tema que no debe ser tocado. Es así como pretendemos ocultar una situación que conocemos como frecuente, pero que nos avergüenza. 
Hasta hace poco tiempo, en el Uruguay, el llamado “hijo adulterino” no podía, siquiera, ser reconocido por el padre o madre que estuviera casado, que tenía prohibido reconocerlo, y sólo podía hacerlo mediante testamento. Así se pretendía preservar la familia, la moralidad, evitar el escándalo, ocultando el hecho de su nacimiento, exponiéndolo a ser reconocido por alguien que no fuera su padre o madre, o, inclusive, ser inscripto en la partida de matrimonio de sus abuelos. 
Si bien eso fue modificado, y hoy se le otorga el derecho al padre o madre de reconocer a su hijo, derecho que se añade al ya existente de gozar de la correspondiente Pensión Alimenticia, aún subsiste el problema de cómo se hacen valer sus derechos, cómo se logra que los mismos se efectivicen, cuando quien debe prestar los alimentos o cumplir con sus deberes paternales, debe optar por hacerlo, y perder a la que considera "su familia" definitivamente. O no hacerlo, y sacrificar lo que sabe que es su sangre.  En esa inexorable división, obviamente, priorizará a su familia “oficial”, y relegará a un segundo plano la atención de ese otro hijo, que fue producto de un error y a quien no permitirá que perturbe, de ser posible, la “paz familiar” que quiere preservar. Y, del otro lado, será utilizado por quien tiene esperanzas de que esa familia se destruya, para cumplir el sueño de convertir lo que quizás haya una aventura pasajera, en una relación permanente. 
Aunque quizá, mediante un Juicio de Investigación de paternidad, ese hijo logre tener un apellido, no tendrá una familia; no gozará plenamente de todos los derechos inherentes a su estado de hijo, ni podrá aspirar a tener trato con sus medio-hermanos, que, si llegaran a enterarse de su existencia, verían en él al causante de la desdicha de su madre (o padre) por más que es sólo una víctima más de quienes no midieron las consecuencias de sus actos. 
Todo esto será sólo parte del estigma que lo acompañará toda su vida y le repetirá que no debió venir al mundo. No debió sacudir el letargo de un matrimonio que, quizás, sólo existía en el papel, o era sostenido por la conveniencia o la fuerza de la costumbre. O no debió interrumpir el sueño inconsciente de una joven a quien no importó ser el factor “desestabilizador” de una familia. 
Acostumbramos culminar estos artículos con un mensaje que abra una puerta de esperanza, sea apelando a un cambio de actitud en las personas, o a una legislación mejor. Sin embargo, en este caso, es bien difícil hacerlo de ese modo. Para quien no debió venir al mundo, no hay soluciones en él.
Le tocará crecer con ese estigma, y construir, en forma solitaria, una buena imagen de sí mismo, que le permita desarrollarse como ser humano libre y sanamente, exento de culpas que no le pertenecen, apoyado quién sabe en qué o en quién.